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requería ciertas habilidades, pues de lo contrario no
se avanzaba y corríamos el riesgo de naufragar en cualquier momento. Hubo un
instante en que Odelito, le entregó, a otro de los tripulantes, el
mando de la vela y ésta comenzó a dar bandazos de un lado para otro, golpeando
al propio Odelito. Por suerte el golpe fue leve y por la altura en que se encontraba no hubo
mayores consecuencias, ni otros heridos.
La balsa, en
medio de aquel infinito y embravecido
mar, se balanceaba como una hoja de papel en
un turbulento remolino. Constantemente, Andrés corregía el rumbo del recorrido,
pues las olas y el viento nos lo hacían
perder... Las olas alcanzaban unos de 8 pies de altura. Nos remontaba en su
cresta y debajo nuestro quedaba una profundidad que a mi me pareció infinita.
La balsa que venía
detrás de nosotros se encontraba a unos 20 metros de distancia. A Pascual, se
le ocurrió amarrar ambas embarcaciones con una soga, para evitar perdernos
durante la noche .Dejamos de remar, para que, la que nos seguía pudiera acercarse más y tirarle una soga. Se nos acercó tanto que
tuvimos que separarla con las manos, para evitar un choque, pues de haber una
colisión entre ambas balsas, los resultados hubieran sido catastróficos para
ambos grupos. Sinceramente no creí salir ileso de esta situación. En las
condiciones que se encontraba el mar no era posible controlar a ninguna de las
dos embarcaciones. Decidimos alejarnos y desistir de la idea de navegar juntos.
Comenzamos a remar desesperadamente; éllos a su vez, dejaron de hacerlo, para
posibilitar nuestro alejamiento. De haberse producido un choque entre ambos
navíos las cámaras se hubieran explotado
y nos habríamos hundidos inexorablemente. Podemos decir que esa tarde
“navegamos con suerte”.
En el transcurso
de la travesía se produjeron varias discusiones, pues algunos se hacían los
remolones a la hora de remar, aduciendo que estaban cansados, etc. Entre los
que mas sobresalían estaban dos gibareños llamados: Daniel y “El Caco”. Habia
que estarlo llamando constantemente para que se pusieran a remar. El relevo debía
hacerse frecuentemente para evitar males peores. Fue inútil tratar de hacerles
ver la necesidad que había de seguir remando; debíamos llegar al corredor antes
de que anocheciera. Continuaron tirados en el piso, como si con ellos no se
estuviera hablando. Los pocos que quedábamos con disposición de remar, no teníamos fuerzas para hacerlo,
no obstante continuamos aferrados a los remos, que era como aferrarnos a la
vida. Nuestra meta inmediata era llegar al corredor de la “vida”, que para mí, en esos momentos, era el corredor de la
muerte. En realidad nunca supimos cuando llegamos al corredor, pues en el mar
no existen puntos de referencia y no podíamos orientarnos. Ese día no volvimos
a ver más barcos.
Ya había anochecido y sobre las 8 de la noche
acordamos no seguir remando. Dejaríamos la vela y al de la brújula de guardia,
para continuar avanzando y poder
descansar algo. El mismo que guiaba la brújula debía guiar el timón; estaba
pautado que cada media hora se llamara al relevo. Esta tarea la hacíamos: Pipo,
Andrés, Pascual y yo. El resto de la tripulación venía descansando o durmiendo,
a pesar que el agua inundaba la pequeña
nave.
Continuará
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