
Pensé leer en algún momento un texto, un editorial, un comentario o algo similar de parte de las diversas autoridades espirituales del país que al menos tienen una voz pública concedida, en relación con el discurso sobre la decadencia dicho por Raúl Castro Ruz en la clausura de la Asamblea Nacional del Poder Popular.
Nada en el cuarto. La supuesta preocupación de los diversos sectores que administran las almas y tienen una porción de poder en la sociedad parece estar conectada con las necesidades de la mesa de los cubanos y con el precario tejido del mundo empresarial:

Sin embargo están vinculados. Y no solo, ni principalmente, por el tema de la corrupción. Me atrevo a recomendar un texto magnífico que ayudaría a entender las conexiones entre estos ámbitos. El vals de las éticas, del pensador francés Alain Etchegoyen es casi un manual para quien quiera comprender por qué las sociedades desmoralizadas tampoco comen. Bien, como mínimo.

Me extrañó por eso un discurso público del llamado poder revolucionario en torno al tema. Confieso que no lo esperaba y que soy escéptico en cuanto a sus motivaciones. Y explico mis razones.
Las revoluciones no son educadas. O peor. Las revoluciones son mal educadas. Miren si no como los revolucionarios son capaces de dar lo mismo un homenaje que un acto de repudio en Ginebra; en Colón, provincia de Matanzas, o en Nueva York. Y sin educación no hay posibilidad de inculcar valores de ninguna clase. Que la institución dedicada a la enseñanza lleve el nombre de Ministerio de Educación equivale a confundir nomenclatura y propósito.

El problema crucial es que las revoluciones no generan valores sobre los valores que destruyen. Esa es una tarea imposible. El paradigma moral de la educación pública cubana, ser como el Che, —Che para sus amigos— ha sido burlado en cada generación sucesiva con evidente desenfado, casi descaro. De hecho, si las primeras generaciones instruidas a finales de los 60 y principios de los 70 del siglo pasado se acercaban al ideal, no era porque estuvieron cumpliendo la moral incipiente de la revolución, sino porque eran niños y niñas educados que respetaban lo que le dijeran padres, abuelos y aquellos buenos maestros.

Del resto de las revoluciones ni hablar. Una revolución que dura, como la mexicana o la cubana, destruye valores sin crear aquellos que los puedan sustituir. México pudo irse salvando porque contaba con un Octavio Paz o un Carlos Fuentes que a su manera expresaron el triunfo de la contrarrevolución y con ello la salvación de parte de los ideales originarios de la Revolución Mexicana. Pero la llamada Revolución Cubana no pudo generar a su contrarrevolucionario de talla, decente y de buenas maneras, aunque había gente con estatura, para detener la máquina productora y reproductora de sus excesos, salvando así cualesquiera que fueran sus ideales iniciales.
El problema es doble: la violencia y el lenguaje
Como todos sabemos bien y sufrimos a diario, la violencia es indecente por partida doble: no le gustan los argumentos ni se basa en argumentos. Su relación con los demás no tiene racionalidad moral y tiende a destruirlos al primer conflicto. Y el lenguaje típico de ella, que es el otro y mismo rostro de la violencia, solo es capaz de expresar las necesidades reductoras de la revolución en un círculo vicioso entre matar al enemigo y destruirlo con sonidos guturales y palabras soeces.

Pero sin lenguaje no hay valores. Llamo lenguaje al discurso revolucionario por incapacidad para darle otro nombre a la articulación de un habla específico. En puridad, las revoluciones son la eliminación de todo tipo de lenguaje para sustituirlo por la articulación bien estructurada, como en la cubana, de la violencia verbal y de la violencia física. No por gusto las revoluciones crean una paradoja a simple vista inexplicable: en ellas el lirismo adquiere una altura tal que confunde a quienes la observan bien de cerca en sus acciones cotidianas y prosaicas.

¿Pero no habíamos quedado en que el lenguaje de ayer era el de la burguesía en decadencia, bien retratada en la película Memorias del Subdesarrollo? ¿Por qué suponemos que el discurso público del reggaetón no es el mismo discurso privado de los revolucionarios? Un revolucionario decente es un disidente inconfeso.
Algo huele mal. Parece que reivindicar el hablar y las maneras del burgués, lo único que permanece después del desastre de toda la gestualidad revolucionaria, es la operación retórica equivalente a los campeonatos de Golf ganados en el seno mismo del castrismo decadente. Esa sería una movida creíble si viniese acompañada de la crítica profunda de la revolución misma. Todo lo demás es como culpar al pueblo de ser culpable por ser el pueblo. Una culpa transferida a un mal lugar, narrada tardíamente y que nos hace lucir como estúpidos: se nos quiere hacer creer que los Castro hicieron ayer el viaje de Galicia a Cuba para encontrarse en medio de la nada vulgar.
Posted by: "Comité Pro Libertad de Presos Políticos Cubanos"
No hay comentarios:
Publicar un comentario