viernes, 19 de julio de 2013

Las revoluciones no son educadas

| Por Manuel Cuesta Morúa
LA HABANA, Cuba, julio, www.cubanet.org -Preferí esperar unos días antes de comentar un tema que considero más importante que las reformas económicas mismas para la reconstrucción necesaria de la nación cubana. El tema es el de los valores. Y si los editores me hacen una concesión, dedicaré al menos un par de trabajos más a tratar el asunto.
Pensé leer en algún momento un texto, un editorial, un comentario o algo similar de parte de las diversas autoridades espirituales del país que al menos tienen una voz pública concedida, en relación con el discurso sobre la decadencia dicho por Raúl Castro Ruz en la clausura de la Asamblea Nacional del Poder Popular.
Nada en el cuarto. La supuesta preocupación de los diversos sectores que administran las almas y tienen una porción de poder en la sociedad parece estar conectada con las necesidades de la mesa de los cubanos y con el precario tejido del mundo empresarial: Dios a los negocios. Y en una falta de visión estratégica mínima, a casi ninguno se le ocurre vincular  la falta de comida con la pérdida de valores, ni apreciar que, a efectos del bienestar social, el alimento moral va primero. ¿En principio no fue el verbo?  Intuyo incluso que a estos le podría resultar raro que alguien sugiera un tipo de relación entre códigos morales y productividad nacional.
Sin embargo están vinculados. Y no solo, ni principalmente, por el tema de la corrupción. Me atrevo a recomendar un texto magnífico que ayudaría a entender las conexiones entre estos ámbitos. El vals de las éticas, del pensador francés Alain Etchegoyen es casi un manual para quien quiera comprender por qué las sociedades desmoralizadas tampoco comen. Bien, como mínimo. Pensemos tan solo que nada es más importante para el mundo de los negocios que la buena fe, concepto que proviene de los mundos morales del cristianismo.
Me extrañó por eso un discurso público del llamado poder revolucionario en torno al tema. Confieso que no lo esperaba y que soy escéptico en cuanto a sus motivaciones. Y explico mis razones.
Las revoluciones no son educadas. O peor. Las revoluciones son mal educadas. Miren si no como los revolucionarios son capaces de dar lo mismo un homenaje que un acto de repudio en Ginebra; en Colón, provincia de Matanzas, o en Nueva York. Y sin educación no hay posibilidad de inculcar valores de ninguna clase. Que la institución  dedicada a la enseñanza lleve el nombre de Ministerio de Educación equivale a confundir nomenclatura y propósito. Creo por eso que un tipo de mega desastre moral se avecina dentro o en los aleros del poder, llevando a la astucia de la razón a una fuga hacia delante para intentar evitar el baño o las salpicaduras. Recordemos el affaire Guevara, el cineasta, o los crecientes rumores de inmoralidad en el centro mismo de la Central de Trabajadores de Cuba. Esa que se dedica a consolar a los empleados ante la realidad de los despidos.
El problema crucial es que las revoluciones no generan valores sobre los valores que destruyen. Esa es una tarea imposible. El paradigma moral de la educación pública cubana, ser como el Che, —Che para sus amigos— ha sido burlado en cada generación sucesiva con evidente desenfado, casi descaro. De hecho, si las primeras generaciones instruidas a finales de los 60 y principios de los 70 del siglo pasado se acercaban al ideal, no era porque estuvieron cumpliendo la moral incipiente de la revolución, sino porque eran niños y niñas educados que respetaban lo que le dijeran padres, abuelos y aquellos buenos maestros. En la medida en que ese concepto de respeto a los mayores fue degenerando, decaía con la misma fuerza la imitación del modelo revolucionario. Estoy diciendo lo que digo: las posibilidades de los valores revolucionarios dependieron siempre de la solidez de los valores burgueses.  La revolución francesa se salvó por dos razones ajenas a su dinámica: la primera es que sus ideales fueron elaborados en la mesa de la Ilustración, no imaginados por Robespierre; la segunda es que uno de los hombres más admirados en su historia, Napoleón, fue un contrarrevolucionario a quien se le ocurrió un proyecto excelente para salvar el espíritu igualitario de 1789: un código civil que se deshizo de todo el lenguaje entre ampuloso y vulgar de los revolucionarios. Entonces Francia, sin reyes y más igualitaria, readquirió sus antiguos modales aristocráticos, que perduraron y perduran más allá de la rebelión anti burguesa de Mayo de 1968.
Del resto de las revoluciones ni hablar. Una revolución que dura, como la mexicana o la cubana, destruye valores sin crear aquellos que los puedan sustituir. México pudo irse salvando porque contaba con un Octavio Paz o un Carlos Fuentes que a su manera expresaron el triunfo de la contrarrevolución y con ello la salvación de parte de los ideales originarios de la Revolución Mexicana. Pero la llamada Revolución Cubana no pudo generar a su contrarrevolucionario de talla, decente y de buenas maneras, aunque había gente con estatura, para detener la máquina productora y reproductora de sus excesos, salvando así cualesquiera que fueran sus ideales iniciales.
El problema es doble: la violencia y el lenguaje
Como todos sabemos bien y sufrimos a diario, la violencia es indecente por partida doble: no le gustan los argumentos ni se basa en argumentos. Su relación con los demás no tiene racionalidad moral y tiende a destruirlos al primer conflicto. Y el lenguaje típico de ella, que es el otro y mismo rostro de la violencia, solo es capaz de expresar las necesidades reductoras de la revolución en un círculo vicioso entre matar al enemigo y destruirlo con sonidos guturales y palabras soeces.
Y el asunto es estructural. Sin violencia y reducción ruda y vulgar del lenguaje no hay revolución. Recordemos que el lenguaje de la revolución cubana se alimenta de dos fuentes: la rudeza del habla rural y la dureza de la marginalidad. Cuando se escucha la conga revolucionaria uno se espanta por su lenguaje, pero entiende que sin esos términos el proceso iniciado en el 59 hubiera durado lo que un merengue en la puerta del colegio. Cuando se atiende al discurso oficial nos enredamos entonces entre metáforas violentas como las de las cargas al machete, la del planazo o el darle duro al enemigo.  Frente a estas metáforas, ¿cuál es el poder de la lógica, del más simple silogismo o del pensar complejo?  Me he preguntado siempre por qué la mayoría de los físicos no son revolucionarios. Una respuesta se encuentra en la complejidad de su lenguaje. La otra, en que la mayoría es gente decente.
Pero sin lenguaje no hay valores. Llamo lenguaje al discurso revolucionario por incapacidad para darle otro nombre a la articulación de un habla específico. En puridad, las revoluciones son la eliminación de todo tipo de lenguaje para sustituirlo por la articulación bien estructurada, como en la cubana, de la violencia verbal y de la violencia física. No por gusto las revoluciones crean una paradoja a simple vista inexplicable: en ellas el lirismo adquiere una altura tal que confunde a quienes la observan bien de cerca en sus acciones cotidianas y prosaicas.
En este sentido,  la poesía de Silvio Rodríguez  —vivo en un país libre, cual solamente quiere ser libre—enmascara la vulgaridad social, la palabra gusano viene aquí a la mente, y sublima la retórica demagógica y eufemística de un poder   — ¿hay un eufemismo menos imaginativo que el de libreta de abastecimiento?—   que no fue capaz de comunicar ni una sola idea trascendental. Cuando desaparecen la poesía y la retórica, los únicos momentos en los que las revoluciones viven más o menos en paz, ¿qué queda?  La queja por unos valores destruidos, el intento, bastante hipócrita por cierto, de recuperarlos desde una ficción aristocrática que no va, o no debería ir, con los revolucionarios, y el espanto del hablar popular que traduce en todos los niveles la ausencia de ideas y de imaginación.        .
¿Pero no habíamos quedado en que el lenguaje de ayer era el de la burguesía en decadencia, bien retratada en la película Memorias del Subdesarrollo? ¿Por qué suponemos que el discurso público del reggaetón no es el mismo discurso privado de los revolucionarios? Un revolucionario decente es un disidente inconfeso.
Algo huele mal. Parece que reivindicar el hablar y las maneras del burgués,  lo único que permanece después del desastre de toda la gestualidad revolucionaria, es la operación retórica equivalente a los campeonatos de Golf ganados en el seno mismo del castrismo decadente. Esa sería una movida creíble si viniese acompañada de la crítica profunda de la revolución misma. Todo lo demás es como culpar al pueblo de ser culpable por ser el pueblo. Una culpa transferida a un mal lugar, narrada tardíamente y que nos hace lucir como estúpidos: se nos quiere hacer creer que los Castro hicieron ayer el viaje de Galicia a Cuba para encontrarse en medio de la nada vulgar.



Posted by: "Comité Pro Libertad de Presos Políticos Cubanos"

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