- Orlando Luis Pardo
La Habana, Cuba
Como el lenguaje cubano mismo (ese imposible), como la indigencia en que ha caído aquí la imaginación, como los restos de la cultura insular (por suerte ya balcanizada, sin orígenes ni teleologías de castidad), como nuestra insultante ignorancia de lo civil, como nuestra infantilizada institucionalidad (la grosería como una de las bellas artes y el despotismo como medida de todas las cosas), como nuestra diplomacia pedestre y nuestra gobernabilidad de palo (a palos), como la Cuba en sí, la Inteligencia de este país perdido para siempre no tenía por qué ser la excepción: la policía política no sabe pensar bien y en consecuencia actúa mucho peor. De la represión al ridículo.
No entremos en estadistismos —cientos de casos en pocas horas—, ese estilo estatal que mientras más informa con datos, menos significados puede mostrar. No entremos en el quejumbrismo costumbrista de tú-violas-mis-derechos-y-yo-hago-una-denuncia-internacional. No entremos en la biografía de dos cubanos que se quieren un poco más, ahora que compartieron una huelga de hambre y sed durante dos días de calabozo extrajudicial, cazados como alimañas en 3ra y 30, Miramar, esposados a tope de velocidad por el Geely 801 de la Seguridad del Estado, hasta desembocar en la Estación Policial de Regla (algún día China tendrá que indemnizar al pueblo cubano por el daño causado por esos vehículos). No entremos en nada. Dejemos correr la memoria en su absoluta y desesperada libertad.
Nunca había oído gritar “Abajo Fidel”. Seguramente ya es un poco tarde para tumbar a ese nombre en pasado perfecto, pero igual nunca había oído gritar “Abajo Raúl”. Pastor, Emilio y Judit, tres de los trece ex-ocupas de la iglesia de La Caridad el 13 de marzo, se encargaron de clavar esos alaridos de una punta a otra del barrio, haciendo añicos la solemnidad de muerte de los mil y uniformes de no sé sabe cuántos colores que pululaban allí. Ellos habían ido cruzado media Habana hasta allí, para averiguar sobre el anciano activista Corzo, pero quedaron ipso facto detenidos por un delito de lesa solidaridad. La estación estaba convertida en cuartel. Era obvio que se esperaba una intervención militar (o tal vez Cuba planeaba alguna contra un gobierno enemigo de la región).
No me golpearon (mi mano derecha teclea aún entumecida por unas esposas colocadas no para inmovilizarme, sino para causar daños de irrigación sanguínea: no lo confesé entonces, pero sí, funcionó). Tengo un pacto pendiente con uno de los secuestradores golpistas de Yoani Sánchez el viernes 6 de noviembre de 2009. Un hombre sobrecogedor que pretendió forzarnos hacia un hospital, según él para evidenciar que no había daños (como si existir en Cuba sabiendo que él sigue suelto no fuera ya suficiente daño).
Igual empeñé mi palabra (mi palabra de mercenario mentiroso, como gentilmente me llamó delante de sus subordinados con su complexión de atlas canoso). Hela ahora aquí. No me golpearon. De hecho, más allá de la guapería de un Jefe de Estación que acaso aprovechaba el lance para un ascenso, me sentí protegido por una Policía Nacional Revolucionaria que me confesó no tener nada que ver con aquello, que estaban ellos mismos cautivos de una instancia superior. Lo que no los hace, por supuesto, menos cómplices ni menos violadores del código policial. Jamás me permitieron llamar por teléfono ni avisaron ellos a nadie. Así que tuve que vocear, por un centímetro libre entre los barrotes tapiados, a ver si algún paseante captaba mi teléfono y dirección. La mayoría siguió de largo, supongo. Pero más de un cubano o cubana noble llamó. Gracias. Gracias de corazón. Alguien debiera hacer eso en todas las cárceles de la Isla y el mundo: pasar cerca de las rejas para escuchar y propagar los gritos de los desconsolados.
NO ME GOLPEARON.
El viernes 6 de noviembre de 2009 es historia. No me golpeaste, anónimo oficial que sabes todo de mí y hasta me has protegido de los fundamentalistas islámicos que iban a atentar contra @OLPL por sus twittazos sobre la criminalidad que mana de El Corán (como de La Biblia y de todo libro sagrado). NO ME GOLPEASTE. La pregunta en el aire es: ¿entonces era probable semejante acto mafioso de atrocidad? ¿Qué Dios me protegerá de la ira terrena de la Seguridad? ¿Qué Papa en primera plana con el Presidente General o qué Cardenal al que le queda grande su cargo (de la ineptitud a la herejía sólo hay un paso)?
Estuve preso. Por primera vez en la vida y sin cargos. No vi, ni veré ya nunca, la Santa Misa que en simultáneo simulaba el Sumo Pontífice en la Plaza de la Revolución. Un misa de marionetas materialistas entrenadas hasta para corear en latín. Hablando con la gente a ras de calle (y alquilando como taxi un van estatal de SEPSA), supe de los tres cordones de público coordinado o en plantilla por el Ministerio del Interior (un ministerio que cada vez guarda más mal sus misterios). También de los cientos de centros de trabajo convocados a coagular los cubículos enrejados de la explanada (nada de cartelones, por favor). Y del tráfico secuestrado con más de 24 horas de antelación. Y de la recogida forzosa de mendigos y disidentes, esa mezcla maravillosa. Brillar siendo de los de abajo no sé por qué siempre me llena de una esperanzada ilusión.
No tuve, ni tengo todavía, teléfonos móviles ni de casa. La lenta internet dial-up oficial también se esfumó como por arte de magia (los Tres Reyes Malos: libertad de movimiento, libertad de información, libertad de expresión). Ese jueguito de son-órdenes-de-arriba y quien-paga-manda es técnicamente una irresponsabilidad criminal (como la de la PNR) y tendrá que ser resarcida algún día por ETECSA y CUBACEL a sus respectivos usuarios, estafados por encima incluso del contrato oficial.
No creo en Dios, pero sí en que a pesar de la ausencia divina, el Bien a ratos logra habitar en el Hombre. Es arduo ser uno mismo y estar solo y encima no hacer el Mal de puro miedo y odio contra la realidad (contra nosotros mismos, rasgo único en la biosfera). No creo en Dios, pero sí creo, por ejemplo, en la excomunión del Cardenal cubano que enroló (y enlodó) a Su Santidad Benedicto XVI en una vaticinada vergüenza vaticana, así como en las dos únicas misas de mentiritas de la historia de la humanidad. El libro Guinness amenaza con ser la bitácora póstuma de la Revolución.
De poco servirán ahora retractaciones apostólicas y notitas a medio camino de las Nunciaturas. Los hijos de Cuba vivimos una jornada negra por culpa de la presencia de este sucesor de Pedro, al que tal vez le pesen ya demasiado sus altos atributos de más precio que valor. Su palabra estuvo en cualquier otra parte. No aquí y ahora. Y es lógico siendo de una institución avocada al mito híper-realista de la trascendentalidad.
No sabía que mi cuerpo podía estar bien sin agua y sin comida durante tantas (y tan pocas) horas. De celda a celda le pedí por señas a Silvia que no insistiera. Por señas me dejó saber que su situación allí era mucho más insultante: una Licenciada en Estomatología sin ningún tipo de militancia ni activismo (excepto el docente) estaba presa por error, por amor, por horror. Silvia disimulaba sus lágrimas, pero no su desprecio contra los oficiales (mientras más intimidatorios, más indignantes). Yo no sentía sino infinita conmiseración. Con el tiempo empezamos a hablar en voz alta de celda a celda. Ganamos coraje. Recordamos un clip carcelario de la reguetonera Patry White La Dictadora, metamujer que nos gusta a los dos. Nos pusimos de acuerdo en qué hacer y qué callar si nos separaban. Le pregunté sus deseos para el día después de. Nos lamentamos por nuestros bebés de gato, trancado en casa en estado de inanición involuntaria. Ella me animó con sus retazos de la vida de Steve Jobs y me pidió que la llevara a vivir a un mundo Mac, una planeta de plata y libre creatividad. Yo le conté lo humillante de ver nuestros objetos digitales manoseados con esa curiosidad primitiva, de primate, de violador que no entiende la lógica íntima de la propiedad personal (expusieron sin recato también, por primera vez en décadas, las vísceras vegetales del resguardo de mi padrino de infancia). Asumo que duplicaron nuestras llaves de casa (o que las usaron para un registro sin papeles en ausencia, tal como la intimidaron a ella). Silvia me dijo que Cuba era un país enfermo porque no nacían (ni cabían) seres como Steve Jobs. Yo le conté de nuestro Ipod prendido hasta descargarse pues sus requisadores no encontraron una tecla de OFF (intentaron que fuera yo el que los instruyera, pero me callé el dato en venganza). Eran evidentemente represores con mentalidad analógica, anacrónica, en todo caso del Windows más comercial.
Para extrañeza de mis captores y compañeros, terminé cantando, con eco de tenor de las catacumbas (“de leñador mediastino”, se burlaría de mí Eduardo del Llano), poco a poco perdiendo mi timidez de reo complaciente, desafinando un tema católico de moda sobre esa muñequita a quien todos tus hijos / a ti clamamos / Virgen Mambisa / que seamos hermanos. Y también canciones en inglés de algunos largometrajes de animación, incluido el clásico Voltus V. Como diría Papá Lorenzo en “El Juego de la Viola” de Guillermo Rosales, en verdad a este pueblo le gustan los muñequitos… Nuestra tragedia será ingrávida, nuestro destino es de cartoon.
Nos dijeron que estábamos bajo “investigación” por un “escándalo público” en tiempo futuro o tal vez en modo subjuntivo (los tiempos verbales no son el fuerte de los uniformados). Nos pasaron por el rompecabezas de una “ocupación” de bienes que serían y, de hecho, fueron quisquillosamente devueltos hasta el último cable y el próximo billete (todo era de Silvia, nada mío, incluidos unos paquetes de leche en polvo con tufo a “receptación”). Intentaron un fichaje policial en masa al que nos resistimos en paz nosotros (y con candadazos contra la reja los tres ex-ocupas del Partido Republicano Cubano). Nunca firmamos nada, nunca quisimos reconocer que nos habían violentado a estar abducidos allí (desaparecidos, esa es la palabra, pues al poder no le preocupó nada la angustia familiar llamando a ciegas a los cuerpos médicos de guardia).
Sólo con el despegue del tren de aterrizaje recobramos otra vez de súbito nuestra libertad, ese don indecible.
Imploro al mundo que no usen más a Cuba para ningún magno evento. Ruego que no ocurra nada más significativo en este país, por favor. Un día nos matarán como quien no pudo evitarlo: la cadena de mando es así de indolente (e inocente). Les garantizo que la lista de víctimas ya está redactada, casi consigo leer una de sus páginas en las manos en movimiento de un oficial. Les juro por mi fe en el Hombre que el personal para ejecutarla también está garantizado: yo los vi a lo largo e insomne de esa madrugada de sombras, son casi niños (o ángeles).
No habrá Plaza de la Tahrirevolución en Cuba. El exilio queda ya más lejos que de costumbre. La telefonía digital es sólo eso: dígitos en una nube que sí conserva bien visible el interruptor de OFF. Ni el más incompetente de los contra-inteligentes cubanos podría no reparar en él. Un click y el holocausto tornará a ser a puertas cerradas, digamos como en los 70s pre-internet. Ese botón, reminiscencia no atrofiada del mortífero botón rojo de la Guerra Fría, esa teclita programada acaso desde la Era de Eliecer en la Universidad de Ciencias Informáticas, ese golpecito de bits desatará barbarie de sobra en Cuba, suficiente para borrar la genealogía de una sociedad civil al margen del idilio totalitario que aquí muta y mata sin síntomas de extinción.
Orlando Luis Pardo Lazo
La Habana
Posteado por: "Comité Pro Libertad de Presos Políticos Cubanos"
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