viernes, 26 de agosto de 2011

LOS AGELASTAS Y EL PERDON

Por José Hugo Fernández

LA HABANA, Cuba, agosto (www.cubanet.org) – El país materialmente convertido en un páramo de 114.525 kilómetros cuadrados, herencia que recibiremos de la dictadura, cuando al fin el diablo se la lleve, podría ser tal vez un mal menor si lo comparamos con el desolador paisaje después de la batalla que va a quedar dentro de la mente y el espíritu de los cubanos.

Un botón de muestra de ese paisaje se adelanta hoy en la polémica sobre el próximo concierto de Pablo Milanés en American Airlines Arena, de Miami. La circunstancia no sólo nos presenta un hecho que pronto será corriente y cotidiano en Cuba. También exhibe en primicias el desfile de todos sus seguros protagonistas.

De una parte, desterrados, desposeídos, torturados, estigmatizados de las más diversas y siniestras maneras, seres humanos que a fuerza de sufrir, y habiéndolo perdido todo, no pueden dar ya cabida en sus conciencias más que a la desconfianza y al rencor. De otra parte, gente hueca por dentro como las mangueras. De un lado, abúlicos, robóticos, topos embrutecidos por la manipulación. Del otro lado, fanáticos de todos los bandos, desalmados mercachifles a quienes sólo les importa ganar dinero, señoritos y señoronas, expertos en atizar la candela para que se mantenga hirviente el sancocho de su politiquería.

Resulta ingenuo, cuando menos, que de buenas a primeras nos desgañitemos clamando por la plena reconciliación entre las dos orillas del estrecho de Florida, que de pronto consideremos un asunto fácil la identificación de intereses para el borrón y cuenta nueva. Y aún más que ingenuo, es basto que para ensayarlo tomemos a un mito de la Nueva Trova, antes instrumento cultural por antonomasia de la tiranía; hoy referente nostálgico, para mal, de tanto desarraigo.

No es tan disparatado como podría parecer que Pablo Milanés sea asumido por muchos en Miami como un emisario propagandístico del régimen. Lo de menos es que lo sea o no. Seguramente no lo es, si nos atenemos a sus declaradas intenciones, o sea, al hecho real en sí mismo. Pero ya se sabe que en la base de todo comportamiento humano, más que la propia realidad, suelen ser determinantes los símbolos que la representan. No en balde muy frecuentemente vemos cómo un símbolo, por falso que sea, logra modificar la realidad, violentándola, e incluso la sustituye, por más a ojos vista que se encuentre.

Es cuestión secundaria entonces el debate en torno al derecho que le asiste a Pablo para cantar en Miami. Nadie podría negárselo, por una razón elemental: Miami no es La Habana. Allí nadie conseguiría censurarlo sin perjuicio de las maneras civilizadas. No denota una actitud digamos racional que alguien haga uso de las leyes para prohibir a otro que cante sólo porque no desea escucharlo.

Así que avivar la polémica en torno a tales simplezas puede resultar útil para los medios de información y publicidad, puede estimular los endógenos de ciertos políticos, a la vez que constituye río revuelto para el régimen. Pero muy por encima de todo eso, lo que verdaderamente está aportando la porfía a los cubanos es una lección, un recordatorio, el acercamiento a una realidad que más temprano que tarde formará parte de nuestro cotidiano de vida en la isla. Así que más nos vale que vayamos pensando en los mejores modos de lidiar con ella.

Hay una postura de muy burda y chocante soberbia, por parte de la dictadura, al creerse, o al intentar hacer creer que se cree, que le bastaría con el mero intercambio cultural -que ni siquiera es equitativo en la práctica, como ya se ha dicho- para que parezcan borradas de un tirón las cicatrices de cincuenta años de escarnio, atropellos y continuas humillaciones. En esto, como en todo lo demás, nuestros caciques demuestran haber perdido el contacto con la tierra que pisan.

Por mucho que lo deseemos, y por muchísimo más que lo necesitemos, no es prudente que nos dejemos arrastrar otra vez por la impresión precipitada. La fractura, o quizá sea más exacto decir la trituración a la que fría y sistemáticamente han sido sometidos los pilares de la familia cubana, es desde hace tiempo un mal de fondo y de forma, está ya incorporada a nuestra organicidad como pueblo. Y aunque nos duela a muchos, y alegre a otros, no existen posibilidades de reparar el daño sino a largo plazo, o al menos a plazo medio, pero siempre que se parta de la total desarticulación del sistema que la produjo.

Los que sancionan el extremismo miamense ante quienes –les guste o no- son representantes del quehacer cultural dentro de la revolución (por lo cual la simbolizan de algún modo), podrán tener motivos para su condena, pero a tales motivos les va a faltar el peso específico de lo justo si no empiezan por reconocer dónde radica el origen de nuestra ya vieja espiral de intolerancia y censura.

Este mero ejercicio de equidad tiene que ver, ante todo, con el respeto al ofendido, un precepto tan antiguo como la civilización, y como ella, sostén del mundo.

Cuando afirmamos que Pablo Milanés va a Miami a meterse en la boca del lobo, estamos obviando, o aparentamos olvidar quién es realmente el lobo depredador de la nacionalidad cubana, y dónde tiene la boca, ocupada ahora mismo en el desguace de los restos de su carnicería, colofón de un largo capítulo de atrocidades cuyo único precedente en nuestra historia está en la época esclavista.

No es algo que tenga que ver directamente con la persona de Pablo Milanés. Y mucho menos con su indiscutible grandeza como músico. La gran valía artística puede darse (incluso es frecuente que se dé) en personas de muy dudosa valía, o con dudosas afiliaciones. Y no por ello hay que cometer la torpeza de ningunear su valor como artistas. Tampoco tiene que ver en lo personal con sus hostiles de hoy, ni aun con los más aguerridos mambises de la calle 8, rompedores de discos y discurseros rancios. Al final, tanto Pablo como sus hostiles, todos, son excedencias salvadas en un descuido de la boca del lobo.

Pero hay algo que sí podría hacer Pablo, por él mismo, por sus hostiles, y en general por la tan desguazada y adolorida capacidad de entendimiento entre la familia de los cubanos: pedir perdón desde el escenario de American Airlines Arena, de Miami. En rigor, le corresponde hacerlo, por su dimensión de símbolo. Y no dudo de su disposición, siendo él, como supongo que sea, capaz de interiorizar el invaluable servicio que prestaría a la conciliación entre su gente.

Ese acto de humildad, propio de los grandes, no sólo elevaría a Pablo como símbolo de nuestra cultura popular. También dejaría prendida una luz con gran carga simbólica en el túnel de nuestros desencuentros y nuestras mutuas reticencias.

Por Francois Rabelais, aquel francés que alegró a la vez que enriquecía el humanismo renacentista, conocimos a los agelastas, sujetos sin sentido del humor.

Amante como nadie de la libertad del individuo, Rabelais detestaba y temía a los agelastas, monopolizadores de la verdad absoluta, y dispuestos a lo peor con tal de conseguir que todas las demás personas la asuman uniformemente sin chistar.

Sería inconcebible que sujetos de esa calaña estuviesen dispuestos a pedir perdón. De modo que es asunto concluido de antemano. Los agelastas del régimen no se arrepentirán jamás del daño que le han infringido a nuestra familia. Y por descontado queda la absoluta improbabilidad de que esbocen una disculpa. Tal vez ni siquiera estén aptos para identificar la culpa a solas consigo mismos.

Sin embargo, aunque todo esté perdido con ellos, como lo estuvo siempre, no todo está perdido para nosotros. Si bien nos desgajaron y nos dividieron dentro del ámbito geográfico, no lograron hacer lo mismo con nuestra identidad cultural.

Hoy, mucho más que la tierra, nuestra patria es la cultura cubana. No importa dónde vivamos. Ni siquiera importa cuánto podamos detestarnos a veces, o cuán alejados nos consideremos idiosincráticamente. Bastaría con que escucháramos al azar una sencilla canción para que intercambiemos miradas de reconocimiento, valorando al instante cuánto de unos aún pervive en los otros.

Si es, pues, el mejor valor –casi el único- que conservamos en común, nadie debiera dudar entonces que podría ser la mejor vía para intentar el reencuentro.

Pero ni aun este conducto, que ha resistido todas las aniquilaciones, podría adelantarnos mucho en la tarea de rearmar el rompecabezas de nuestra integridad como pueblo, si no se emplea su enorme potencia simbólica desde la humildad.

Por eso nos parece tan propicia la ocasión de este concierto de Pablo Milanés en American Airlines Arena, de Miami. Como es hora de empezar a hacer algo verdaderamente en serio por la reconciliación de la familia cubana, ninguna circunstancia se muestra tan viable, no hay escenario más indicado fuera de la Habana -donde aún no es posible-, y pocos emisarios serían tan idóneos como él.

Pida perdón o no, el concierto de Pablo será exitoso. Ojalá que así sea. Difícilmente pueda ocurrir de otro modo, toda vez que se trata del más importante entre los autores vivos de nuestra cancionística. Pero si pide perdón, no por lo que es, por lo que pudo o no haber hecho, o por su probable pasividad ante lo que otros hicieron, sino, sobre todo, por lo que simboliza, entonces, además de un éxito artístico, constituirá un punto de giro para el futuro de Cuba


Posteado por: "Comité Pro Libertad de Presos Políticos Cubanos"

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